Cada seis semanas, más o menos, me puedes encontrar en la silla de Sara con una capa de plástico amarrada alrededor del cuello. He tratado de dejarme crecer el cabello. Pero inevitablemente, regreso a Sara para hacer que mis rizos vuelvan a encaminarse.

La última vez que traté de dejarme crecer el cabello casi me vuelvo loca. Mi peinado estaba fuera de control. Los niñitos se me quedaban mirando. Los perros aullaban. El repartidor de pizzas salía  corriendo antes de que pudiera pagarle (bueno, una ligera exageración). Era el momento de admitir la derrota.

Era vergonzoso regresar donde Sara viéndome como una Medusa del siglo XXI. Incluso traté de recortarme yo misma el cabello (gran error). Pero sabía que Sara podía convertir mi mata de pelo en algo manejable. Y lo hizo. Sin hacer comentario alguno acerca del lío de mi cabello, hablaba acerca del tiempo y de su hijo, me preguntaba de mi trabajo y de mi familia. Pronto, mi cómodo y ya conocido «peinado» volvía a aparecer en el espejo.

Algunas veces es fácil dejar que nuestra vida espiritual se desenfrene. Dejamos los buenos hábitos porque se han vuelto viejos y aburridos. Vemos a otras personas que parecen tener vidas muy emocionantes y nos ponemos celosos. Nos apartamos más y más de lo que nos es familiar, y tratamos toda clase de cosas para estimular nuestros sentidos. Y tarde o temprano nos damos cuenta de que es el momento de admitir la derrota.

¿Pero cómo podemos enfrentar a Dios? ¿Cómo podemos regresar a Él cuando Él sabe todas las cosas tontas que hemos hecho? Es fácil: sólo hay que hacerlo.

El rey Ezequías sabía que el pueblo de Dios había hecho algunas cosas tontas. Pero envió cartas para recordarles que todo lo que tenían que hacer era volverse humildemente a Dios, que Él es «clemente y compasivo, y no apartará su rostro de vosotros si os volvéis a El» (2 Crónicas 30:9).

Lo mismo se aplica hoy. Él no te despedirá. Si te has descarriado regresa a Dios.  —TC