Me gradué de la universidad con un título en literatura inglesa pero sin planes de seguir una carrera. Así que conseguí un trabajo en el Departamento de Servicios Sociales del Estado de Michigan.
Mis colegas eran una variada colección de intereses y edades. Sin embargo, algo que todos tenían en común era su afición a consumir demasiado alcohol. De hecho, yo era la única abstemia entre ellos. Sí, tenía mis vicios, pero emborracharme como una cuba no era uno de ellos. Les venía muy bien que el lugar más cercano para tomar la pausa del café fuera un bar en el primer piso de nuestro edificio.
Allí era donde ellos se reunían unas cuantas veces a la semana, generalmente hacia el final de ésta. Por amor a la camaradería, yo iba con todos y tomaba Pepsi. (Esto fue antes de mi conversión a la Coca-Cola de dieta.) Entre los miembros del grupo había un hombre de unos treinta y tantos años que tomaba tanto como cualquiera de ellos, y quien yo asumía era «uno de ellos».
Sin embargo, un día este hombre se me acercó y me dijo: «Julie, tengo que decirte algo. Yo también soy cristiano. He estado llevando una doble vida. Mi esposa y las personas de mi iglesia no saben cómo es mi vida en el trabajo. Cuando comencé en este empleo pensé que tenía que comportarme como todos los demás para encajar. Pero tú me has demostrado que no tengo que hacerlo. Gracias por mantener tu posición y darme el valor para hacer lo mismo.»
¡Vaya! Como dice el refrán, podrías haberme derribado con una pluma. A pesar de mi experiencia de la vida, todavía no me había dado cuenta de que lo que yo hacía en realidad le importaba mucho a alguien aparte de mis padres (Hebreos 10:24).
Me gustaría afirmar que aprendí la lección en el acto, pero eso sería engañoso. Sigo aprendiéndola. Pero lo he visto pasar lo suficiente como para saber que es verdad. Una persona pue marcar una diferencia. Nuestras elecciones pueden influir en las decisiones que otros hacen. Y nuestro valor para hacer buenas elecciones alentará a los demás a hacer los mismo. —JAL