Durante años, he mantenido correspondencia con un pastor de Nepal que suele viajar con los miembros de su iglesia a comunidades alejadas en el Himalaya, para predicar y fundar iglesias. Hace poco, me mandó su itinerario de la semana siguiente y me pidió que orara.
Su ajetreado cronograma revelaba que, en una semana, planeaba viajar en motocicleta unos 160 km (100 millas) para predicar y repartir folletos para evangelizar en varias ciudades.
Me preguntaba cómo estaría mi amigo después de haber recorrido esas grandes distancias por terreno montañoso, y le escribí para preguntarle. Contestó: «Pasamos un tiempo hermoso con los miembros de nuestra iglesia mientras marchábamos por las montañas. No todos tienen motocicletas […], así que, fuimos todos caminando. Fue una verdadera bendición. Todavía quedan muchos lugares adonde ir». Eso me recordó que «recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino» (Mateo 9:35).
Pensé en mi falta de voluntad para conducir mi auto hasta el otro lado de la ciudad en medio de la nieve para visitar a un viudo que se sentía solo; cruzar la calle para ayudar a un vecino; abrirle la puerta a un amigo necesitado cuando estoy ocupado; ir en cualquier momento, a cualquier lugar y distancia para demostrar amor. Y pensé en nuestro Señor, para quien nada estaba demasiado lejos.