Tenemos una fea inclinación a separar lo inseparable haciendo groseras distinciones entre lo sagrado y lo secular, entre la fe y las obras, entre la redención y la justicia. Temas que naturalmente van en parejas son arrancados el uno del otro, y el desafortunado resultado es que cada tema pierde su fuerza.

Los receptores del perturbador mensaje de Malaquías, los judíos que habían regresado de su largo exilio a una patria parcialmente restaurada, habían caído en semejante trampa. Cínicamente contentos con su reciente cambio de circunstancias, se habían adaptado a cierto malestar ajustándose a un ritmo en el que a Dios se le daba una señal de aprobación superficial, pero se lo relegaba a un rincón, adonde no representara una gran molestia.

El pueblo de Dios había abandonado su centro: Dios y su pacto con ellos. La trágica secuela fue la manera en que esto dio como resultado el que Israel abandonara su rol singular en el mundo como «reino de sacerdotes». Se suponía que este pueblo transmitiera la gracia de Dios y administrara justicia en una sociedad injusta. Lo mismo se aplica a nosotros. Cuando perdemos nuestro sentido de Dios, perdemos de vista nuestro rol en la tierra.

Malaquías trató este trágico abandono haciendo una conexión algo sorprendente. Además de reprender al pueblo por robarle a Dios (negándose a traer los diezmos correspondientes), recitó una lista de sus otros pecados. Éstos incluían la opresión a las viudas, una falta de amor hacia los huérfanos y la negación a hacerles justicia a los inmigrantes. El mensaje parece claro: puede haber una correlación directa entre el abandono de la justicia y el abandono de la adoración. En opinión de Malaquías, existe una conexión inherente entre robar a Dios y robar a las viudas.

La respuesta del profeta a la falsa adoración del pueblo no sólo era que éste trajera el diezmo que debía, sino también que se arrepintiera de su actitud pecaminosa hacia los menos afortunados. La actitud del profeta destaca una incoherencia absoluta: exhibiciones públicas o rituales de adoración que no se han arraigado en nuestra vida privada con nuestro prójimo. Se nos insta a que no dejemos nuestra ofrenda en el altar si hemos dejado a nuestro prójimo con hambre.  —WC