Cuando estaba en el último año de la secundaria la estaba pasando de lo mejor. Estaba en el equipo de fútbol universitario, era la editora del periódico del colegio, y estaba buscando a qué universidades asistir. Pero durante las vacaciones de Navidad me comencé a cansar y a fatigar, y finalmente descubrí que tenía leucemia linfocítica aguda. Mi familia quedó devastada.
Luego de más o menos un año de pasar por la quimioterapia entré en remisión. Pero menos de un año después, la leucemia regresó. La única opción disponible era un trasplante de médula ósea. Al no tener hermanos ni hermanas compatibles, tomaron mi propia médula, la limpiaron y comenzaron el proceso de trasplante. Tenía 20% de probabilidades de sobrevivir al trasplante.
Mientras estaba en el hospital en Virginia, a seis horas de mi hogar y sin familiares a mi alrededor, me deprimí y me sentía solo. Oraba y oraba a Dios, pero no estaba seguro si Él me oía. Comencé a preguntarme si incluso sabía lo que estaba pasando con mi dolencia. ¿Dónde estaba Dios cuando lo necesitaba?
Al igual que Job, buscaba por todas partes alguna obra poderosa o alguna palabra de Dios que me diera esperanza. Pero Dios tenía otro plan. Él no envió ni trompetas ni ángeles con señales y milagros gloriosos, sino que comenzó a hacer una obra mayor en mí. «Sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia», escribió Santiago (1:3). Era sólo probando mi fe que podía fortalecerla.
A fin de purificar el oro, el refinador tiene que hacerlo pasar por fuego para dejar que las impurezas surjan y sean eliminadas. El oro se deja enfriar y luego se coloca en las llamas y se limpia de nuevo. En este proceso el oro se pasa varias veces por fuego antes de que quede finalmente puro.
¡Qué conmovedora ilustración de cómo obra Dios en nosotros! Y la mejor parte es que Él sabe por lo que estamos pasando.
—Robbie Parsons, Virginia del Oeste
Escrito por un amigo lector de Nuestro Andar Diario