Durante la mayor parte de mi vida, mi fe ha sido moderadamente cómoda. He disfrutado de los lujos del cristianismo de Occidente: abundancia de recursos, cierto grado de aceptación social (por benigno que sea), y una suave satisfacción alentada por el sedante de lo fácil.
Así que doy a Dios su cuota requerida: una muestra de mi tiempo, una muestra de mi chequera, y, según he llegado a darme cuenta, una muestra de mi corazón. Cualquier cosa más que eso afectaría el acuerdo y correría el riesgo de romper en pedazos lo que me es más preciado: mi comodidad.
Sin embargo, lo que he llegado a reconocer es que tal seductora comodidad requiere de una desastrosa suposición: que soy autosuficiente. Asume que me las puedo arreglar solo y que, de hecho, no estoy totalmente desesperado por Dios. La comodidad es una catarata que lentamente se expande hasta que con el tiempo toda nuestra vista queda envuelta en una bruma borrosa. Perdemos nuestra visión de Dios. Y cuando eso sucede, perdemos nuestra capacidad de adorar. Lo perdemos todo.
La viuda de Marcos 12 apenas tenía lo suficiente para comprar un pedazo de pan mohoso. Algunos delante de ella echaban grandes sumas en el arca del templo provenientes de sus pesados fajos de dinero en efectivo. ¿Qué tenía ella para ofrecer? ¿Qué diferencia haría su mísera ofrenda en el gran plan del reino de Dios? Debió haber sentido tal vergüenza.
Pero algo dentro de ella ansiaba dar, inclinar su corazón ante su Dios ofreciendo lo muy poco —todo— lo que tenía. Silenciosa, cautelosamente, dio un paso al frente, se inclinó, y echó sus dos moneditas en el arca, y rápidamente se dio vuelta para irse arrastrando los pies. No hubo quien siquiera lo notara.
Excepto Jesús. Él vio, y se maravilló. De hecho, les dijo a sus discípulos que ella había dado la ofrenda más generosa de todas. Su ofrenda era la más extravagante porque reconoció su quebrantamiento… su necesidad. Ella estaba dando «de su pobreza».
Yo doy de lo que tengo en abundancia. Creo que me las arreglo bien, que lo tengo todo bajo control, y estoy cómodo, muy cómodo. Y así, en realidad no necesito a Dios, y sólo le doy la porción «que le corresponde».
Y eso no es adoración en absoluto. —WC