Allá por la década de 1930, el hogar de mi niñez estaba lleno de amor y felicidad, pero mis padres muchas veces no estaban. En aquellas ocasiones, el centro del afecto era la cocina y nuestra pequeña y alegre ama de llaves llamada Annie.

Yo pasaba muchas horas con ella, ambos sentados a la mesa de la cocina leyendo libros o jugando y escuchándola cantar o tararear himnos y canciones espirituales afroamericanas. De su corazón, brotaba constantemente una fuente de sabiduría, felicidad y alabanza.

Una mañana, con un infantil arrebato, hice un comentario racista que había oído. «Ay, no», dijo ella, y después expresó el sentir de su corazón con una amable explicación del daño y lo hiriente de esa frase; todo acompañado por una terrible tristeza en su mirada. Nunca volví a usar esa palabra.

Aprendí que causamos una tristeza inimaginable cuando deshonramos y humillamos a otros con nuestra intolerancia. Todos los seres humanos están creados a la imagen de Dios, más que cualquier otra criatura, y son dignos de respeto. Menospreciar esa imagen es dañar hasta lo más profundo a otra persona.

Hay una sola raza: la raza humana. Dios «… de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra» (Hechos 17:26). Pertenecemos a la misma familia y fuimos hechos para valorarnos y amarnos unos a otros.