Antes de viajar, mi esposo y yo vamos al banco y cambiamos nuestros dólares norteamericanos por la moneda del país que vamos a visitar. Lo hacemos para poder cubrir los gastos mientras estamos fuera de casa.
Cuando aceptamos a Cristo, se produce otra clase de cambio. Nuestra vida es como una moneda que convertimos de un tipo a otro. Cambiamos nuestra vieja vida por una nueva, para poder empezar a «gastar» en un reino diferente. En vez de «consumir» nuestro ser en causas terrenales, podemos empezar a invertir en la causa de Cristo.
El apóstol Pablo es un buen ejemplo de esta diferencia. Después de su dramática conversión en el camino a Damasco (Hechos 9), empezó a gastar su vida de una manera completamente distinta. En lugar de perseguir a los creyentes para apresarlos y matarlos, comenzó a seguir a los incrédulos para que se convirtieran. Después, pasó el resto de su vida dedicado al bienestar de ellos. Le escribió a la iglesia de Corinto: «Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas…» (2 Corintios 12:15). Todo lo que hacía era para la edificación de sus hijos espirituales (vv. 14, 19).
Convertirse es mucho más que alterar nuestro destino final; es cambiar la forma de invertir cada día de nuestra vida.