Cuando era niña, me quedaba con mis abuelos durante una o dos semanas todos los veranos. Vivían en una calle sin salida que terminaba junto a unas vías del ferrocarril. La primera noche que dormía allí, solía despertarme varias veces con el ruido de los vagones que pasaban o cuando un conductor de la máquina hacía sonar el silbato del tren. Sin embargo, cerca del final de mi visita, me había acostumbrado tanto al ruido que podía dormir toda la noche sin despertarme.
¡Hay otras interrupciones a las que no quiero acostumbrarme! Me encanta cuando mi esposo, inesperadamente, me lleva una taza de café cuando estoy trabajando en la computadora. Y me llena de gozo cuando recibo una llamada imprevista de algún amigo o amiga.
A veces, somos tentados a acostumbrarnos a las «interrupciones divinas» del Espíritu Santo en vez de prestar atención a sus incitaciones. Quizá nos sacude levemente para hacernos dar cuenta de que debemos pedir perdón por algo que dijimos o hicimos. Tal vez nos recuerda insistentemente que oremos por alguien que está atravesando una crisis o nos hace sentir culpables de no haberle hablado nunca de Jesús a una persona que apreciamos.
Cuando el Espíritu Santo entra a morar en nosotros, nos enseña, nos convence de pecado, nos consuela y nos guía a la verdad (Juan 14:16-17, 26; 16:7-8, 13). ¿Ya te acostumbraste a las interrupciones de su voz?