De niño, mi ídolo era el explorador norteamericano Davy Crockett. En el libro Vida y aventuras de David Crockett, este personaje se enfrenta con una vista maravillosa que lo hace estallar en alabanza al Creador. El autor lo describe así: «Justo detrás de la espesura, había otra pradera inmensa y sin árboles, tan verde, tan hermosa, tan radiante de flores, que hasta el Coronel Crockett, totalmente desacostumbrado a todo sentimiento devocional, frenó su caballo y, mirando fascinado el paisaje, exclamó: “¡Oh, Dios, qué mundo tan bello has hecho para el hombre! Y sin embargo, ¡cuán pobremente te recompensa por ello! Ni siquiera te retribuye siendo agradecido”». Crockett reconocía que la obra de las manos del Creador demandaba reaccionar con gratitud; respuesta que suele pasarse por alto o ignorarse.
El salmista escribió: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Salmo 19:1). La obra del Creador es un espectáculo que, bien interpretado, no solo debería dejarnos sin aliento, sino que también tendría que inducirnos a adorar y alabar a nuestro Dios, como lo hizo el salmista.
Davy Crockett tenía razón: Enfrentarnos con las maravillas de la creación de Dios debería despertar, al menos, un corazón lleno de gratitud. ¿Somos agradecidos?