Mientras atravesaba un túnel a la hora de más tránsito, se me descompuso el auto. Los airados conductores expresaban su frustración mientras se esforzaban para pasar por el costado. Al final, una grúa remolcó el coche a un taller. Poco después, volvió a averiarse y me dejó varado en la carretera interestatal, a las dos de la mañana. Otra vez al taller…

Por desgracia, ese taller también funcionaba como estacionamiento durante los juegos de béisbol de los Red Sox. Al día siguiente, cuando fui a buscar el auto, ¡estaba rodeado por 30 vehículos!

Digamos que mi primera reacción estuvo lejos de parecer cristiana. Protesté hasta que, después, al darme cuenta de que solo conseguía que la gente del taller tuviera menos ganas de ayudarme, decidí callarme. Como un huracán, fui hacia la puerta de vidrio para obligarlos a abrirme, pero mi furia creció cuando los empleados se rieron de mí.

Estaba yéndome cuando me di cuenta de cuán diferente a Cristo me había comportado. Escarmentado, golpeé las puertas cerradas con llave y mascullé un «perdón» al personal que estaba dentro. ¡No podían creerlo! Me dejaron entrar, y humildemente les dije que los creyentes en Cristo no deberían comportarse como yo lo había hecho. Unos minutos después, estaban moviendo los coches para sacar el mío. Aprendí la verdad de que las palabras blandas, no las ásperas, pueden cambiar las circunstancias (Proverbios 15:1).