Hace años, cuando estudiaba en la Universidad de California en Berkeley, me hice amigo de un compañero que sufrió una pérdida terrible. Su hijo había muerto y su esposa lo había dejado porque no podía superar la tristeza.

Un día, mientras mi amigo y yo caminábamos por la calle, nos encontramos detrás de una madre desaliñada que llevaba a un niño sucio de la mano. Estaba enojada con el pequeño y caminaba demasiado rápido, arrastrándolo a un paso que las piernas cortitas del pequeño no podían seguir.

Llegamos a una esquina con mucho tránsito, donde el niño repentinamente se detuvo y se soltó de la mano de su madre. Ella se dio la vuelta, lanzó un insulto y siguió caminando. El muchachito se sentó en el borde de la acera y empezó a llorar desconsolado. Sin dudarlo un instante, mi amigo se sentó a su lado y lo rodeó con sus brazos.

La mujer volvió a darse vuelta y, mirando al niño, empezó a insultarlo otra vez. Mi amigo suspiró y levantó la vista. «Señora —dijo con amabilidad—, si usted no lo quiere, yo me lo llevo».

Así sucede con nuestro Padre celestial. Él también sufrió una gran pérdida y nos ama con la misma ternura. Aunque nuestros amigos y familiares nos abandonen, nuestro Señor nunca lo hará (Salmo 27:10). Estamos siempre bajo su cuidado.