El salmista tenía una ventaja cuando alababa debido a su estrecha relación con el mundo natural. David empezó su vida al aire libre siendo pastor y, después, pasó años escondido en algunas tierras rocosas de Israel. No sorprende que se irradie a través de muchos de sus poemas un gran amor e incluso reverencia por la naturaleza. Los salmos presentan un mundo perfectamente coordinado, sustentado en su totalidad por un Dios personal que lo cuida y vigila.

El desierto les anuncia a nuestros sentidos el esplendor de un Dios invisible e indomable. ¿Cómo no alabar a Aquel que imaginó y creó el puercoespín y el alce, que esparció álamos con follaje verde brillante sobre las colinas de rocas grises, que transforma el mismo panorama en una obra de arte con cada ventisca?

En la mente del salmista, el mundo no puede contener el deleite que provoca el Señor. «Cantad alegres al Señor, toda la tierra; levantad la voz, y aplaudid, y cantad salmos» (Salmo 98:4). La naturaleza misma se une, expresando: «Los ríos batan las manos, los montes todos hagan regocijo» (v. 8).

Los salmos solucionan maravillosamente el problema de una cultura de alabanza deficiente, al proporcionar las palabras necesarias. Lo único que debemos hacer es compenetrarnos con esas expresiones y permitir que Dios utilice los salmos para reacomodar nuestras actitudes internas.