Salí de la tienda de cerámicas contando los denarios que el dueño me había dado por mis lámparas. El negocio era bueno, mejor que la sociedad pecera de mis hermanos. Podría ser que jamás lograra quitarme la arcilla de debajo de las uñas, pero al menos no olía a sardinas.

De repente, las monedas salieron volando por el aire cuando alguien chocó contra mí. Horrorizado vi cómo caían desparramadas en la calle. Me las arreglé para recogerlas todas, excepto una. Miré hacia arriba y vi a un joven recogerla y largarse. Corrí tras él. ¡Era mi dinero!

Casi había alcanzado al ladrón cuando éste se detuvo y se unió a un grupo de fariseos, y luego le dio mi moneda a un rabí a quien yo ya había visto antes. En silencio esperé a que se diera una oportunidad para que poder recuperar mi dinero. Uno de los fariseos susurró: «Si nos dice que paguemos impuestos al César, ¡lo tenemos! Si no lo hace, lo podemos entregar a los romanos bajo el cargo de traición.»

Entonces el rabí dijo en voz alta: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?» Yo respondí, junto con todos los demás: «Del César».

El Maestro dijo: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.» Se dio vuelta y me miró directamente, luego extendió su mano para darme la moneda. La tomé y le pregunté su nombre. «Yo soy Jesús» —me dijo, y sonrió.

Mientras caminaba de vuelta a casa apretando mis ganancias fuertemente en la mano, recordé lo que dice en las Escrituras: «Dios creó al hombre a su propia imagen.» Eso me llegó. ¡Llevo la imagen de Dios, el Creador! Así como la moneda lleva la imagen del César y ésta le pertenece a él, ¡yo llevo la imagen de Dios y le pertenezco a Él!

Me detuve ante el puesto del publicano y pagué lo que debía. Cuando llegué a casa, me arrodillé y le dije a Dios: «Te pertenezco. Me entrego a Ti.»  —TC