El apóstol Pablo tenía un deseo primordial: que los judíos aceptaran al Mesías que él había encontrado. Dijo: «… tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque deseara yo mismo ser […] separado de Cristo, por amor a mis hermanos» (Romanos 9:2-3). Sin embargo, ciudad tras ciudad, lo rechazaban a él y al Cristo del que predicaba.

En su carta más destacada, Pablo expuso como su obra maestra (Romanos 9–11) un apasionante pasaje donde luchaba abiertamente con la gran oración sin respuesta de su vida. Reconoció un importante beneficio colateral de este desalentador proceso: Que los judíos rechazaran al Señor había hecho que los gentiles lo aceptaran. Concluye que Dios no había rechazado a los judíos, sino que, por el contrario, tenían la misma oportunidad que los gentiles. El Señor había ampliado, no reducido, su abrazo a la humanidad.

La prosa de Pablo empieza a elevarse cuando retrocede para observar el cuadro completo. Después, estalla esta doxología:

¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! (Romanos 11:33).

Todos los misterios sin resolver y las oraciones sin responder se disipan ante el panorama del plan de Dios a lo largo de la historia.

Al final, las oraciones no contestadas me enfrentan con el misterio que enmudeció a Pablo: la profunda diferencia entre mi perspectiva y la divina.