Malaquías, el último profeta de las Escrituras hebreas, citó está declaración de Dios: «Porque yo, el SEÑOR, no cambio» (3:6).
Sin embargo, a través de los siglos, muchos han notado que, en algún momento entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, el Dios de la Biblia sí parece haber cambiado. En vez de mandar guerras, diluvios, fuego y plagas, las primeras páginas del Nuevo Testamento describen a un Padre que envió a su Hijo, pero no para juzgar al mundo, sino para rescatarlo (Juan 3:17; 12:47).
Sin duda, los lectores de la Biblia que han observado este cambio no se hacen una idea clara. Aun el Evangelio de Juan reconoce que se ha producido una dramática modificación: «Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad fueron hechas realidad por medio de Jesucristo» (Juan 1:17).
Pero ¿qué ha cambiado? Aquí es necesario que avancemos cuidadosamente. Aunque Juan vio ciertos contrastes entre Jesús y Moisés, no nos dio ninguna razón para creer que el Nuevo Testamento esté presentándonos a un Dios más bondadoso y más amable.
El Dios de ambos testamentos es lleno de «la gracia y la verdad». Cuando Juan usó esa frase para describir a Jesús (Juan 1:14, 17), estaba repitiendo lo que el Dios del Antiguo Testamento declaró inicialmente sobre sí mismo. Las palabras del evangelista reiteraban lo dicho por el Dios de Moisés, que se presentó como «el SEÑOR, Dios compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y verdad» (Éxodo 34:6).
Si estas palabras evocan una postura de soberanía, es importante recordar su trasfondo. Desde la época de Adán, el Dios del Antiguo Testamento siempre ha sido mucho más cariñoso, misericordioso y paciente de lo que muchos han llegado a creer. Es demasiado compasivo como para que no le importe que nos hieran, o que nos hagamos daño los unos a los otros.
El Dios de ambos testamentos también está comprometido a intervenir con justicia. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, los juicios de Dios indican su deseo de limitar y, a la larga, detener la violencia y la opresión que nos infligimos unos a otros.
Cuando Jesús limpió el templo echando a los que cambiaban dinero (Juan 2:13-17), no estaba simplemente desafiando la autoridad de los líderes religiosos de Israel, sino también actuando a favor de los pobres a quienes les robaban en la casa de su Padre (Mateo 21:12-13). Su reacción enérgica y determinante nos predice la llegada de un día de justa intervención mucho más grandioso, al final de las edades, cuando actuará con el propósito de purificar toda la tierra (Mateo 25:31-46; Apocalipsis 1–22).
Entonces, ¿para qué vinieron la gracia y la verdad por medio de Jesucristo? Es importante entender que Juan no está diciendo que la gracia y la verdad vinieron por primera vez en Jesús, sino que contrasta las funciones de un legislador con las de un Salvador. Moisés nos da una ley tan fiel a la bondad de Dios, que nos condena a todos (Juan 5:45). Jesús abrió de tal manera su corazón, que revela el amor de Padre también para con todos. Nos mostró hasta qué punto está Dios dispuesto a ir para ser, al mismo tiempo, justo (fiel a su justicia) y el que justifica (el que declara rectos delante de Él) a los que confían en Jesucristo (Romanos 3:26; Juan 12:46-47).
Hay que reconocer que estas pueden parecer meras palabras si no captamos su trasfondo y su esencia. Sus historias tan contrastantes nos permiten ver más claramente cómo la gracia y la verdad se cumplieron de manera sobresaliente en Cristo.
Por ejemplo, consideremos la historia de las sandalias. Mientras pastoreaba ovejas en el desierto de Sinaí, Moisés se acercó a una zarza ardiente que no se parecía a nada de lo que había visto antes. Cuando se acercaba para ver por qué no se consumía, Dios le habló desde el fuego y le dijo que se quitara las sandalias porque estaba pisando suelo santo (Éxodo 3:1-6).
Quince siglos después, se escribió el resto de la historia. Una vez más, Dios les exigió a quienes estaban en su presencia que se quitaran las sandalias; sin embargo, en aquella ocasión, el Rey del universo se quitó la túnica, tomó una toalla, se arrodilló y les lavó los pies a los discípulos (Juan 13:1-16).
A las pocas horas, el Siervo de los siervos soportó personalmente un juicio por el pecado mucho mayor que la suma de todos los juicios del Antiguo y del Nuevo Testamento. De una manera que no podemos siquiera empezar a comprender, el Hijo de Dios sufrió y murió como el Cordero divino para cargar sobre sí el pecado del mundo (Juan 1:29). Con su muerte, saldó por completo el pagaré del sacrificio veterotestamentario. Clavado a una cruz reservada para los enemigos de Roma, clamó: «DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?» (Mateo 27:46).
Padre celestial, la historia de aquel momento anunciado y esperado durante siglos nos muestra que no has cambiado. Pero nosotros sí lo hemos hecho. Por eso, ahora queremos que nos vuelvas a cambiar, una y otra vez, para que nunca olvidemos el alcance de la verdad y la gracia que hemos visto en ti y en tu Hijo.