Una joven estaba embarazada, pero era soltera, y aunque vivía en una sociedad que no le daba mucho valor a una vida que aún no había nacido, ella, sabiamente, decidió permitir que su bebé viviera.
La niña, a quien ella generosamente puso a disposición para que la adoptaran, pasó a formar parte de una amorosa familia cristiana que crió a esta preciosa hija, la amó y le mostró el camino para llegar a Cristo.
Sin embargo, antes de que llegara a ser adulta, la muchacha murió. Su muerte dejó un tremendo vacío en la vida de su familia, pero también recuerdos de su alegre niñez y de su entusiasmo juvenil. Sin duda, esa muerte generó un insalvable vacío en el corazón de quienes la amaban, pero imagina todo lo que se habrían perdido si nunca la hubiesen sostenido en sus brazos, hablado de Jesús con ella, reído juntos, enseñado y amado.
Cada vida, cada bebé, es un ejemplo maravilloso de la obra de las manos del Señor (Salmo 139). Todo ser humano lleva en sí la imagen de la semejanza a Dios (Génesis 1:27) y es descendiente de nuestro primer padre, que recibió del Señor el aliento de vida: Adán.
La muerte nos roba la posibilidad de concretar ciertos deseos en la vida, pero también nos recuerda el valor de cada ser humano creado por Dios (Colosenses 1:16). Aprecia y ama el regalo de la vida y saborea el gozo de las obras del Señor.