La vida es cosa frágil. Cuando yo tenía 16 años, una amiga de la universidad murió en un accidente mientras practicaba el lanzamiento de jabalina. Muchos años después me conmocionó enterarme de que una antigua compañera de clases había muerto en un curioso accidente automovilístico mientras viajaba en el exterior.
Aunque los incidentes me afligieron, no me impresionaron tanto como la experiencia que tuve mientras me preparaba para un viaje misionero. Fue algo que nunca olvidaré. A mis compañeros de misión y a mí nos llevaron a un cementerio a medianoche. Se nos dijo que camináramos solos hasta las tumbas y escribiéramos los nombres de las personas fallecidas que aparecían en las lápidas.
Posteriormente nos juntamos en pequeños grupos. Hablamos sobre la brevedad de la vida y de cómo debíamos prepararnos para ella en caso de que fuéramos a dejar este mundo mientras nos encontrábamos lejos de nuestra familia. Yo entendí lo que es más importante en mi vida.
Hasta ese momento, mis únicas preocupaciones eran por mis planes futuros, no por la manera en que el Señor quería que yo viviera hoy. No había estado usando mi tiempo sabiamente desde una perspectiva eterna. Mientras pasaba inventario a mi vida, el Señor me recordó que apreciara a mi familia y enmendara relaciones rotas.
En Mateo 25:21, el siervo invirtió sabiamente lo que le dieron y fue alabado por el maestro por ser un trabajador bueno y fiel.
¿Alguna vez te preguntas si se dirá lo mismo de ti cuando comparezcas delante del Señor? Yo sí me lo pregunto. Saquemos el máximo provecho de nuestro tiempo en la tierra invirtiéndolo en la eternidad (Efesios 5:15-16). —JL