El pastor Tim Keller, de una iglesia presbiteriana de Manhattan, en Nueva York, señala acertadamente que el cristianismo se caracteriza entre todas las religiones porque se trata de un Dios que nos persigue para que nos acerquemos a Él. En todos los otros sistemas religiosos, las personas persiguen a su dios, con la esperanza de que este las acepte por su buena conducta, el cumplimiento de rituales, las buenas obras y otros esfuerzos personales.
El poeta británico Francis Thompson capta la profunda naturaleza de esta realidad cuando escribe sobre la forma incesante en que Dios lo persiguió. En su obra titulada El lebrel del cielo, relata que mientras huía del Señor, no podía dejar atrás «esos poderosos pies que me seguían […] en una persecución sin prisa, pero con paso imperturbable». Sin embargo, la incansable persecución de Dios tras la persona descarriada no es solo la historia de Thompson. La esencia del mensaje de la Navidad es la maravillosa verdad de que el Señor vino a buscarnos a cada uno de nosotros. Como declara Pablo: «… Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley…» (Gálatas 4:4-5).
Y no es solo la historia de la Navidad, sino también la de la persecución de Dios tras Adán y Eva después de la caída. ¡Me persiguió a mí! ¡Te persigue a ti! ¿Dónde estaríamos hoy si Dios no fuera el «Lebrel del cielo»?