En la popular novela A Painted House[Una casa pintada] de John Grisham, el autor describe en detalle la vida de tres grupos de personas que eran menospreciadas por muchos: los mexicanos, las personas de la colina remota y los que arrendaban tierra para cultivar algodón. El prejuicio y el odio eran grandes. Surgió la violencia. Se veían y se hacían cosas terribles. Sin embargo, Grisham también mostró la amabilidad e integridad que caracterizaban a las personas de cada uno de esos grupos.
Jesús nos ha dado una enorme responsabilidad como «ministros de la reconciliación» (2 Corintios 5:18). Esa responsabilidad es tanto imponente como seria debido a su gran privilegio: Dios nos ha confiado la tarea de ir a los perdidos y decirles que pueden reconciliarse con Dios. Podemos susurrar a sus corazones que Dios los ama, lo suficiente como para enviar a su Hijo a morir por ellos.
Para nosotros lograr esta tarea del ministerio debemos mirar a todo el mundo con los ojos de Jesús. Debemos ver a la gente como la veía Él. Cuando vio a la mujer de Samaria que se había casado muchas veces, la vio como una persona que necesitaba el inalterable amor de Dios. Debemos ver a la gente no sólo como lo que es, sino como podría ser. Cuando Jesús vio al tramposo de Zaqueo, lo vio como alguien cuyo corazón sería transformado por el amor de Dios. Cuando vio a la mujer adúltera que le llevaron arrastrándola, vio a una persona que se despreciaba a sí misma, que estaba desesperada y necesitaba la liberación y el respeto que sólo Dios puede dar.
No podemos ser embajadores de la reconciliación de Dios si ponemos etiquetas en la frente de aquellos que la necesitan. Los seguidores de Cristo son personas que ven más allá de la apariencia y la historia para ver a una persona que Dios ama, una persona por quien Jesús murió, una persona que Él puede transformar, una persona que un día podría compartir el cielo con nosotros.
Podemos hacer eso sólo cuando veamos a la gente con los ojos de Jesús. —DCE