Cuando un navío de la Marina de los Estados Unidos llega o parte de la base naval de Pearl Harbor, la tripulación se pone en formación, vestida con sus uniformes. Se colocan en posición de firmes a un brazo de distancia entre sí en los laterales de la cubierta, para homenajear a los soldados, los marineros y los civiles que murieron el 7 de diciembre de 1941. Es una escena emocionante, y los participantes suelen considerarlo uno de los momentos más inolvidables de su carrera militar.

Incluso para los espectadores, el homenaje despierta un increíble vínculo emocional, particularmente entre los servidores actuales y los del pasado. Le otorga honorabilidad a la labor de los marineros del día de hoy y dignidad al sacrificio de los de ayer.

Cuando Jesús instituyó la Cena del Señor (Mateo 26:26-29), es indudable que lo hacía con el propósito de crear esta misma clase de vínculo emocional. Nuestra participación en la mesa del Señor honra Su sacrificio y, al mismo tiempo, nos concede una comunión íntima con Él mucho más profunda que cualquier otro acto de recordación.

Tal como la Marina prescribe detalladamente la manera de homenajear a los caídos, las Escrituras también nos enseñan cómo recordar el sacrificio de Cristo (1 Corintios 11:26-28). Estos actos de adoración y de acción de gracias sirven para honrar una acción del pasado que le da sentido al servicio del presente.