Señor, mi gozo, mi paz, mi felicidad me han dejado. Mi vida está llena de ansiedad y frustración. Las cosas que solían deleitar mi alma son insulsas. Apenas puedo mirar a estas colinas sin sentir que su belleza se ha ido. No tengo deseo alguno de recrearme en la grandeza del océano Pacífico o la majestad de las montañas de la Sierra Nevada. Envidio a aquellos que encuentran la paz y el descanso en las obras de Tus manos, pues no hace mucho tiempo que estas cosas también parecían quitar mis ansiedades y traerme a Tu presencia.
Mi corazón clama dentro de mí al ver a mis hijos, al mirar el hermoso bebé que me has dado, y no sentirme lleno de deleite. Lloro en vez de reír. Anhelo desesperadamente que vuelva el contentamiento.
Esto es parte de un salmo que escribí el 29 de enero de 1980 uando me encontraba en medio de una crisis que me devastó tanto espiritual como emocionalmente. Cuando lo recuerdo, todavía siento el dolor y la perturbación que llenaron mi vida en aquel momento. Parecía que Dios había desaparecido del universo. Fue una época horrible. Sin embargo, acabó siendo uno de los períodos más valiosos de mi vida, un tiempo en el que aprendí más acerca de mí y de Dios de lo que había aprendido en todos los años anteriores. Esta fue aquella «larga noche del alma» que tantos otros creyentes han vivido.
La práctica de escribir mis propios salmos en aquella época me ayudó a sondear las profundidades de mi alma. Los presentaba delante de Dios como oraciones permanentes, esperando Su respuesta. Aunque no fue inmediata, Dios sí contestó y sí me sacó de aquello. Puede que no percibas Su presencia, pero Él estará contigo en tus noches oscuras también.
Y mientras esperas, sé como el rey David: enciende una vela escribiendo un salmo. —DO