Dios hizo una limpieza a fondo de mi casa esta semana. Mandó un viento fortísimo por el vecindario que hizo temblar los árboles y sacudió las ramas secas hasta que cayeron. Cuando todo pasó, tuve que limpiar el gran lío que quedó.

En mi propia vida, Dios a veces obra de manera similar. Envía o permite que ocurran circunstancias tormentosas que sacuden y hacen caer las «ramas sin vida» que me he negado a desechar. En ocasiones, es algo que anteriormente era bueno, como un área de ministerio fecunda, pero que ya no da fruto. Con mayor frecuencia, se trata de algo que no es bueno, como un mal hábito que se incorpora sigilosamente o una actitud obstinada que impide que sigamos creciendo.

Jonás, el profeta del Antiguo Testamento, descubrió qué puede pasar cuando uno se niega a abandonar una actitud testaruda. Su odio a los ninivitas era mayor que su amor a Dios; entonces, el Señor envió una gran tormenta que hizo que aquel hombre terminara dentro de un pez gigante (Jonás 1:4, 17). Dios preservó al reticente profeta en ese lugar insólito y le dio una segunda oportunidad de obedecer (2:10; 3:1-3).

Las ramas sin vida de mi jardín me hicieron pensar en actitudes que el Señor espera que yo descarte. La carta de Pablo a los efesios enumera algunas de ellas: amargura, ira, maledicencia (4:31). Cuando Dios sacude las cosas, debemos despojarnos de lo que se afloja.