Deuteronomio 9:1-5 a menudo plantea una de las preguntas más difíciles que los cristianos puedan hacer: ¿Cómo puede Dios ser justo, amoroso y misericordioso, y aún así ordenar a Israel destruir a la población cananea: hombres, mujeres y niños?»

Para contestar esa pregunta se necesita sabiduría y humildad. Sabemos que la justicia exige juicio, porque el pecado y la maldad que no se contrarresta con la realidad de un juicio posterior a la larga lleva a la gente a una crueldad egoísta que mata el alma. Dios, por amor y misericordia, siempre ha provisto una manera de que la gente evite el juicio pendiente. Ha escrito su ley en todo corazón humano (Romanos 2) y ha declarado su ley en Escrituras específicas (Éxodo 20). La salida culminante del juicio eterno es el arrepentimiento de transgredir la ley y aceptar la sangre de Jesús como «pago» por esa transgresión.

Todo el mundo, por naturaleza, sabe lo que es bueno y malo. Negarse a hacer bien y seguir el mal trae el juicio de Dios. La primera civilización del mundo llegó a ser tan malvada que Dios la destruyó con el diluvio (Génesis 6). Sodoma y Gomorra fueron juzgadas por fuego proveniente del cielo, y en Deuteronomio 2 leemos que los cananeos, irremediablemente depravados, fueron juzgados por la espada de Israel.

Todos fueron juzgados por Dios por negarse a hacer lo que sabían era bueno y recto. En estos juicios, Dios se ocupó de que fueran advertidos y de que se les diera a conocer a la gente el camino advertidos y de que se les diera a conocer a la gente el caminocorrecto antes de juzgarlos.

¿Y la parte de la humildad? Esa es nuestra confesión de que no entendemos todos los caminos de nuestro Creador ni vamos a juzgarlo a Él. Sin embargo, nos consuela la confirmación del profeta Ezequiel: «… «Vivo yo»–declara el Señor DIOS–«que no me complazco en la muerte del impío, sino en que el impío se aparte de su camino y viva…» (Ezequiel 33:11).  —DO