En Michigan, en los Estados Unidos, el otoño es la temporada de caza. Durante algunas semanas, todos los años, los cazadores con licencia pueden entrar en los bosques para cazar diversas especies de animales. Algunos construyen casillas elaboradas en lo alto de los árboles y se sientan en silencio durante horas esperando que un ciervo se detenga donde puedan alcanzarlo con un disparo.

Cuando pienso en los cazadores que tienen tanta paciencia para esperar que aparezca un ciervo, me viene a la mente lo impacientes que podemos ser cuando tenemos que aguardar que Dios actúe. Solemos equiparar «esperar» con «desperdiciar». Si esperamos algo (o a alguien), pensamos que no estamos haciendo nada, ya que, en una cultura obsesionada por los logros, tal espera parece una pérdida de tiempo.

Pero la espera logra muchas cosas. En especial, prueba la fe. Aquellos cuya fe es débil suelen ser los primeros en rendirse, mientras que los de fe más fuerte están dispuestos a aguardar indefinidamente.

Al leer la historia de la Navidad, en Lucas 2, vemos dos personas que demostraron su fe al haber estado dispuestas a esperar. Simeón y Ana aguardaron durante muchos años, pero no desperdiciaron el tiempo, sino que eso les permitió llegar a ser testigos de la venida del Mesías (vv. 22-38).

El no recibir una respuesta inmediata a una oración no es razón para abandonar la fe.