Nuestro valor como seres humanos sigue aumentando. Gracias a nuevas técnicas de trasplantes y recientes adelantos tecnológicos, y por el hecho de que estamos viviendo más tiempo, el campo de la medicina tiene una mayor necesidad de órganos y partes del cuerpo. A medida que crecen las listas de espera aumenta la demanda, y los precios suben por las nubes. La estrategia más reciente es dividir los hígados por la mitad y usarlos en dos pacientes, duplicando así su valor.
La cosecha y venta de órganos vitales está gobernada por estrictas regulaciones, pero aún así, el precio puede ser alto. Por ejemplo, los riñones en el mercado negro se estaban vendiendo por millones de dólares, y probablemente eso continúe. En algunos estados de los Estados Unidos, las familias de donantes pueden recibir créditos en sus impuestos de hasta $15.000 por corazones o hígados. Las ventas clandestinas e ilegales en la Internet a precios exorbitantes son un grave problema.
Los donantes de plasma, cuya sangre se reemplaza después que se extrae el plasma, pueden ganar $3.000 al año. Las clínicas de infertilidad pagan de $5.000 a $8.000 por óvulos. Los fabricantes de pelucas y las tiendas de muñecas pagan $30 la onza de «cabello de buena calidad de más de 40 cm». La piel tiene mucha demanda para las víctimas de quemaduras y procedimientos cosméticos.
Nadie está sugiriendo esto, pero si vendes tu cuerpo pieza por pieza en el mercado de hoy, te pagarían millones. Sin embargo, eso es un granito de arena comparado con lo que vales para Dios. El que te hizo envió a su Hijo a morir en la cruz por ti. Pagó un precio enorme por tu redención (Efesios 1:7-8). Proporcionó el rescate; te libró de la culpa, del pecado y de la muerte.
Con el valor actual de tu cuerpo podrías pagar préstamos estudiantiles, comprar una casa o manejar un auto caro. Pero ¿qué es eso (si fuera posible)? Nada comparado con el precio que el Padre pagó para dar la vida de su Hijo unigénito, para verlo convertirse en pecado por ti (2 Corintios 5:21).
No hay duda. La salvación, con todo lo que acarrea, es nuestra posesión más valiosa. ¡No tiene precio! —DCE