Durante un viaje de trabajo a Filadelfia, caminaba todas las mañanas por la calle Broad hacia el ayuntamiento, para tomar el metro. Siempre pasaba junto a una larga fila de gente que esperaba algo. Era un grupo de diversas edades, etnias y aspectos. Después de tres días preguntándome qué harían, hablé con un hombre que estaba en la acera para que me dijera por qué formaban fila todas esas personas. Me dijo que estaban en libertad condicional después de haber quebrantado la ley y que debían someterse diariamente a una prueba de consumo de drogas, para demostrar que permanecían desintoxicados, limpios.
Esto me impactó, ya que ilustraba de manera vívida mi necesidad de permanecer espiritualmente limpio, desintoxicado, delante de Dios. Cuando el salmista se preguntaba cómo podía hacer para vivir una vida pura, concluyó que la clave era considerar la enseñanza de Dios y obedecerla: «En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti. Bendito tú, oh Jehová; enséñame tus estatutos […]. Me regocijaré en tus estatutos; no me olvidaré de tus palabras» (Salmo 119:11-12, 16).
A la luz de la Palabra de Dios, vemos nuestro pecado, pero también observamos Su amor en Cristo. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9).
Por Su gracia… sigue limpio.