Tengo un amigo que, una noche, estaba trabajando en la oficina de su casa tratando de terminar una tarea impostergable. Su hijita, que en ese entonces tenía unos cuatro años, jugaba alrededor del escritorio entreteniéndose con una cosa y otra, moviendo objetos de un lado para otro, abriendo los cajones y haciendo bastante ruido.
Mi amigo soportó estoicamente la distracción hasta que la niña se dañó un dedo con un cajón y gritó dolorida. Él reaccionó con exasperación y exclamó: «Se acabó». La sacó de la habitación y cerró la puerta.
Más tarde, la madre encontró a la niña llorando en su cuarto y trató de consolarla. «¿Todavía te duele el dedo?», le preguntó. «No», respondió la niña gimoteando. «Entonces, ¿por qué estás llorando?», le preguntó la mamá. «Porque —exclamó la pequeña llorando— cuando me apreté el dedo, papá no dijo “¡Ay!”».
A veces, eso es todo lo que necesitamos, ¿no es así? Alguien a quien le importe lo que nos pasa y que reaccione con bondad y compasión; alguno que diga: «¡Ay!». Tenemos una Persona llamada Jesús que hace eso ante lo que nos pasa.
Jesús nos ama, comprende nuestras angustias y se entregó por nosotros (Efesios 5:2). Ahora tenemos que «andar en amor» e imitarlo.