«Mi iglesia». «Mi grupo de jóvenes». «Mi estudio bíblico». Está bien que los miembros los describan de esa forma porque reflejan un sentido de pertenencia. Pero cuando un líder lo describe así orgullosamente, siento un hormigueo en la piel.
Juan el Bautista nunca hubiera hecho eso. Su ministerio, desde la perspectiva humana, tuvo éxito. Mucha gente respondió a su mensaje, y la cantidad de personas que hacían fila para bautizarse, sin duda alguna, impresionaría a cualquier evangelista.
Sin embargo, Juan sabía que élno era el centro de atención. Su propósito era preparar el camino a Jesús, el Mesías que había de venir. También entendía el simbolismo del pueblo de Dios como Su esposa. Por eso dijo a sus oidores: «El que tiene la novia es el novio» (Juan 3:29), y Juan sabía que él no era el novio.
Muchos líderes de ministerio son iguales. Reconocen que el propósito de su ministerio es señalar a Jesús, alentarlos a tener fe en Él, no en los líderes humanos.
Los pocos que ven el ministerio como una manera de elevar su ego son minoría, pero dejan como secuela creyentes debilitados y dañados. Cuando alientan a los miembros del grupo a centrarse en ellos y no en Jesús, la fe mal colocada sólo les puede hacer daño.
Juan el Bautista no consideraba su ministerio como un instrumento para subirse el ego. Encontraba gozo al ver a Jesús en el centro del escenario. «Es necesario que Él crezca, y que yo disminuya» (Juan 3:30).
El ministerio es cuestión de actitud, no sólo de habilidad. Tal vez seas capaz de planificar estudios bíblicos o eventos para diversión que sean atractivos, pero el ministerio es más que eso; implica un corazón que sirve a Dios y a los demás, no a sí mismo.
¿Cuándo, como líder, puedes decir «mi iglesia»? Cuando seas Dios. Si no lo eres, no hagas esa afirmación. —JC