En un documental sobre la Primera Guerra Mundial, el relator dijo que, si las bajas británicas ocasionadas por «la guerra para terminar con todas las guerras» marcharan en columnas de cuatro frente al monumento de guerra en Londres, la procesión llevaría siete días. Esta pasmosa descripción me perturbó al pensar en el terrible costo de los enfrentamientos bélicos. Si bien estos costos incluyen gastos monetarios, destrucción de propiedades y problemas económicos, nada se compara con la pérdida de seres humanos. Los que pagaron el precio más alto fueron los soldados y la población civil; precio que se multiplicó en forma exponencial con el dolor de los sobrevivientes. La guerra es costosa.

Cuando los creyentes se pelean unos contra otros, el costo también es alto. Santiago escribió: «¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?» (Santiago 4:1). En nuestros emprendimientos egoístas, a veces batallamos sin considerar las consecuencias sobre nuestro testimonio ante el mundo y en las relaciones interpersonales. Quizá por este motivo Santiago precedió esas palabras con este desafío: «… el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz» (3:18).

Si vamos a representar en nuestro mundo al Príncipe de paz, es necesario que los creyentes dejemos de pelearnos entre nosotros y practiquemos la paz.