Mientras visitaba las ruinas del Muro de Adriano, en el norte de Inglaterra, reflexioné en que quizá eso haya sido el logro más recordado del emperador romano que asumió el poder en el 117 d.C. Unos 18.000 soldados romanos estaban apostados en esta barrera de poco más de 128 kilómetros de largo, construida para impedir que los bárbaros, provenientes del norte, invadieran el sur.

A Adriano se lo recuerda por haber construido un muro físico que mantenía afuera a la gente. Por el contrario, recordamos a Jesucristo por haber echado abajo una pared espiritual, para que la gente pueda entrar. Cuando la iglesia primitiva experimentaba tensiones entre los que habían nacido judíos y los que no, Pablo les dijo que, por Jesucristo, todos eran iguales en la familia de Dios. «Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, […] para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, […] porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre» (Efesios 2:14-15, 18).

Uno de los aspectos más maravillosos de la fe cristiana es la unidad entre aquellos que siguen a Jesús. Mediante Su muerte en la cruz, Cristo ha quitado las barreras que con tanta frecuencia separan a la gente, y nos ha unido en comunión y amor verdaderos.