La ciudad de Alice Springs se conoce como el «corazón rojo» de Australia. Rodeada de arena roja y de un paisaje rocoso rojo es fácil ver por qué. No muy lejos de allí está el monolito más grande del mundo. Uluru (también conocido como Ayers Rock) se levanta a más de 330 metros de altura y su base es de unos diez kilómetros a al redonda.
Hasta septiembre de 1999, estos datos eran todo lo que yo sabía de Uluru. Sólo había echado un vistazo a la gran roca roja en folletos y guías de viaje mientras planeaba mis vacaciones. Pero cuando nuestro autobús de excursión se detuvo al lado de la larga y estrecha carretera y vi la gran roca roja por primera vez, apenas podía quitar la mirada de ella. Después que mis compañeros de viaje y yo terminamos de tomar fotos de la roca a larga distancia, el autobús se acercó más. El conductor señaló otras vistas interesantes junto el camino, pero lo único que yo quería era pararme frente a Uluru.
Mientras caminamos los diez kilómetros alrededor de la roca, me sentí pequeña e insignificante a su sombra. Uluru había estado allí durante miles de años; mi vida no era más que una brisa pasajera contra su superficie.
Entonces me quedé asombrada por algo más: el hecho de que Dios, el Creador del universo y de monumentos imponentes como Uluru, me ama. El Dios que tenía tal poder, tal imaginación, me amó incluso antes de que yo lo reconociera; antes de que tomara mi primer aliento. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 4:10).
Recuerdo que el guía nos dijo por el camino que la parte de Uluru que veíamos era únicamente la punta de la piedra de arena. La roca se extiende casi cinco kilómetros por debajo de la superficie del desierto rojo. Así es el amor de Dios para con nosotros: profundo, sólido y hermoso. —TC