En nuestra iglesia, hace un par de años llevamos a cabo una serie de estudios sobre el tabernáculo del Antiguo Testamento. Como preparación para el mensaje sobre la mesa de la proposición, hice algo que nunca antes había realizado: ayuné durante varios días. Lo hice porque quería experimentar la verdad de que «… no sólo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová…» (Deuteronomio 8:3). Quería privarme de algo que amaba, la comida, por el Dios al que amo más. Durante ese período, seguí la enseñanza de Jesús sobre el ayuno, tal como aparece en Mateo 6:16-18.

El Señor Jesús dio una orden en forma negativa: «Cuando ayunéis, no seáis austeros, como los hipócritas; porque ellos demudan sus rostros…» (v. 16). Después, dio otra de carácter positivo sobre ponerse aceite en la cabeza y lavarse la cara (v. 17). En conjunto, ambos mandatos quieren decir que no debe atraerse la atención sobre la persona en sí. Jesús estaba enseñando que el ayuno es un acto secreto de adoración que se realiza mediante un sacrificio que no debiera dar lugar al orgullo religioso. Por último, hizo una promesa: «… tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público» (v. 18).

Aunque el ayuno no es una exigencia, al ceder alguna cosa que nos encanta podemos tener una experiencia más profunda con el Dios a quien amamos. Él nos recompensa al manifestarnos Su propia Persona.