Hace poco, durante un viaje, mi esposa se sentó cerca de una madre cuyo hijo volaba por primera vez en avión. Cuando la nave despegó, él dijo: «¡Mamá, mira qué alto que estamos! ¡Y todo se achica cada vez más!». Unos minutos después, exclamó: «¿Eso que está ahí son nubes? ¿Qué hacen debajo de nosotros?». A medida que pasaba el tiempo, otros pasajeros leían, dormitaban y bajaban las persianas para ver la película que se proyectaba a bordo. Sin embargo, este muchachito seguía pegado a la ventanilla, absorto ante la maravilla de todo lo que veía.
Los «viajeros experimentados» en la vida espiritual pueden correr el tremendo peligro de perder la capacidad de maravillarse. Los pasajes escriturales que antes nos estremecían quizá se tornen más conocidos y académicos. Podemos caer en el letargo de orar con la mente, pero sin el corazón.
Pedro instó a los primeros seguidores de Cristo a seguir creciendo en la fe, la virtud, el conocimiento, el dominio propio, la paciencia, la piedad, el afecto fraternal y el amor (2 Pedro 1:5-7). Dijo: «… si estas cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo» (v. 8). Sin ellas, podemos perder la visión y olvidar la maravilla de haber sido limpiados de nuestros pecados (v. 9).
Que Dios nos conceda toda Su gracia para seguir maravillándonos cada vez más al conocerlo a Él.