Thomas De Baggio contrajo la enfermedad de Alzheimer a una edad temprana, y en el libro Losing My Mind [Perder mi mente] hace una crónica de su pérdida gradual de la memoria. Allí registra el perturbador proceso mediante el cual la persona se olvida de todo: las tareas, los lugares y las personas.
Esta enfermedad afecta la actividad de las neuronas del cerebro, lo que genera pérdida gradual de la memoria, confusión y desorientación. Puede ser trágico observar que una persona que antes era mentalmente despierta empieza, de manera progresiva, a olvidarse cómo hacer para vestirse o que no reconoce los rostros de los seres queridos. Es como perder a la persona antes de que muera.
La pérdida de la memoria también puede ocurrir por otras razones, como un accidente o un trauma existencial. Y para los que vivimos hasta la vejez, el desgaste del cuerpo es inevitable.
Pero, para el creyente en Cristo, hay esperanza. Cuando reciban sus cuerpos glorificados en la resurrección, serán perfectos (2 Corintios 5:1-5). Sin embargo, más importante aún es que en el cielo reconoceremos a Aquel que murió para redimirnos. Recordaremos lo que hizo y lo conoceremos por las marcas de los clavos en Sus manos (Juan 20:25; 1 Corintios 13:12).
El olvido puede acosar nuestro cuerpo terrenal, pero, cuando veamos al Señor, «seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Juan 3:2).