Fui a mi casa para tomar agua entre juegos de béisbol. No esperaba quedarme mucho rato, y mucho menos esperaba lo que vino después. Mi madre y mi tía comenzaron a hablarme de cosas espirituales. La mayoría de los días, yo evitaba la realidad de la conversación porque tenía cosas que hacer. Aquel día fue distinto.
El siguiente juego de pelota no pudo mantener a este chico de 12 años alejado de aquella conversación de importancia eterna. Dios había captado toda mi atención cuando dejé de lado el béis bol y entré en esta «lucha». Mi mamá y mi tía eran compañeras de equipo. Entraron en el cuadrilátero de mi vida y compartieron conmigo el amor de Jesús. Ellas no estaban adiestradas en evan gelización, pero Dios las usó para sembrar y regar las semillas del evangelio en mi corazón. Varios meses después, en un culto de adoración de domingo en la mañana, crucé la línea de fe.
Nunca sobreestimes el poder de sembrar las semillas del evangelio. Pablo nos dijo que como seguidores de Jesús, tenemos el impresionante privilegio de compartir estas buenas nuevas, persuadiendo a gente de todas partes, de todos los antecedentes de la vida, de que Jesús es Señor (2 Corintios 5:11). Hemos recibido la gracia de Dios para ser sembradores y regadores de semillas, pero Dios tiene la tarea de hacer que esas semillas crezcan (1 Corintios 3:4-7). Cuando ponemos en práctica nuestros papeles de sembradores y regadores, no habrá la fricción de la competencia, ni trataremos de asumir el papel de Dios, el cual es hacerlas crecer.
Así como mi madre y mi tía sembraron y regaron las semillas del evangelio en mi corazón, Dios ha dado a cada uno de nosotros la maravillosa gracia, el privilegio y la responsabilidad de sembrar y regar las semillas del evangelio en los corazones de los incrédulos que nos rodean. ¿Has sembrado alguna semilla últimamente? —MW