Dos ladrones en Bélgica pasaron por una alarmante experiencia la primavera pasada. El dúo, un hombre y una mujer, decidió robar la caja con el dinero de las ofrendas que había dentro de una iglesia en Merelbeke. Se metieron furtivamente en la iglesia y avanzaron cautelosamente hacia lo que pensaron sería un botín fácil.

Pero cuando recogieron la caja, escucharon un fuerte sonido por encima de sus cabezas. No, no eran trompetas de ángeles ni nada sobrenatural. Eran simplemente las campanas de la iglesia, grandes campanas que habían sido amarradas a la caja por un sacerdote inteligente.

El sacerdote dijo a un periódico local: «Cuando escuché las campanas tocando una noche sin ninguna razón, de inmediato supe lo que estaba sucediendo y llamé a la policía.»
La pareja fue arrestada. La cruda alarma había hecho su trabajo.

En el texto bíblico para hoy, una pareja de nombres Ananíasy Safira no escuchó las campanas, pero sus amigos pueden haberescuchado un doble de campanas anunciando su entierro.
Los dos pensaron que iban a poder engañar a los apóstoles y a otros creyentes. Vendieron una tierra, tal como habían hecho otros cristianos en la iglesia primitiva. Pero, a diferencia de otros creyentes, se quedaron con parte del dinero y no lo compartieron con el resto del cuerpo.

El apóstol Pedro vio su engaño clarito. Confrontó a Ananías y éste supo lo que era la disciplina divina. Al poco tiempo su esposa, Safira, tuvo el mismo destino fatal.

Las fuertes palabras de Pedro a Ananías son una advertencia para nosotros hoy: «No has mentido a los hombres sino a Dios» (Hechos 5:4). La pareja había actuado como si lo hubieran estado dando todo para el beneficio de otros creyentes, y, a la larga, para glorificar a Dios. Pero su actuación fue interrumpida por un rápido juicio.

¿Qué no le queremos dar a Jesús? ¿Qué hemos prometido dar pero nos resulta difícil arrancarnos de nuestras manos que se aferran a ello? ¿Representan fielmente nuestras ofrendas lo que estamos tratando de mostrar?

Dios no puede tolerar el engaño. Dale a Él —y a los demás—lo que les corresponde.  —TF