Dos hombres se encuentran de pie en el pórtico después de cenar. Uno de ellos es un pastor de Glaston, un villa escocesa. El otro, Bascombe, es un ateo. Mientras contemplaban el paisaje de la noche, el pastor dijo: «Es una linda iglesia antigua.» Señaló hacia la estructura oscura que se divisaba.
«Me alegro de que te guste la mampostería —contestó Bascombe—. Debe ser algo satisfactorio para ti, tal vez te sirva de consuelo.»
El pastor le preguntó qué quería decir. Bascombe dijo: «Dime con toda honestidad: ¿De verdad crees una palabra de todo eso?», y le señaló en dirección a la iglesia.
Asombrado, como si le hubieran dado una bofetada, el pastor evitó la pregunta que pudo haberle llevado a su propio reavivamiento espiritual. Su fe en ese momento estaba muerta. Su andar con Dios no tenía poder.

¿Alguna vez te han hecho una pregunta como la que planteó Bascombe? Espero que sí. Si no te la han hecho, puedes estar seguro de que un día te la podrías hacer a ti mismo. No que tengas preguntas o dudas. Eso no es lo que quiero decir. Lo que quiero decir es lo siguiente: Cuando alguien te confronta seria y directamente y pone tu fe a prueba, ¿cuál es tu respuesta? ¿Lo evitas? ¿Te confunde? ¿Respondes con fe? Cuando tienes la oportunidad de echar por la borda tus creencias morales a cambio de unos momentos de placer, ¿respondes con fortaleza espiritual? ¿Con traición? ¿Con renovación o derrota?

Dios pidió a Abraham que hiciera algunas cosas difíciles: que dejara su hogar y sacrificara a su hijo. Dios estaba probando la profundidad de su fe. Abraham creyó, «y Él se lo reconoció por justicia» (Génesis 15:6).

Cuando alguien te haga esa difícil pregunta, ¿te parecerás más al pastor o a Abraham?  —DCE