Howard Sugden era el pastor de la iglesia a la que yo asistía uando era estudiante de la universidad en Michigan. Era bien conocido por su amor a Dios y a la gente, sobre todo a los estudiantes. Esas dos cualidades, combinadas con su juventud y su estilo de predicación enérgico, lo hizo popular entre los estudiantes universitarios.
Una de las «atracciones» adicionales de la iglesia era la Biblia del pastor Sugden. A veces la dejaba abierta sobre el púlpito, y después del culto, un grupo de estudiantes hacía una peregrinación a la plataforma para admirar las notas cuidadosamente escritas en los márgenes. Era evidente que nuestro pastor amaba profundamente la Palabra de Dios.
El pastor Sugden ya murió, pero su amor por la Biblia vive en muchos de los que recordamos su ejemplo.
Cuando yo noté que los márgenes de mi propia Biblia se estaban llenado de notas y comentarios, Satanás de inmediato me atacó con orgullo. Mis observaciones no eran tan nítidas como las escritas por el pastor Sugden, pero eran impresionantes —al menos para mí— y me sentía complacida conmigo misma. Pero mi complacencia duró poco. Con la misma rapidez con la que me inflé de orgullo, una punzada de humildad me desinfló. Me di cuenta de que lo que a Dios le importa no es cuántos de mis pensamientos hay escritos en mi Biblia, sino cuántos de los pensamientos de la Biblia están escritos en mí.
Todos necesitamos recordatorios frecuentes de que el conocimiento de Dios no es un fin sino un medio. Pedro nos dijo que añadiéramos a nuestro conocimiento dominio propio, perseverancia, piedad, fraternidad y amor (2 Pedro 1:5-7). Como nos dice el versículo 8, el conocimiento solo no es suficiente: «Pues estas virtudes, al estar en vosotros y al abundar, no os dejarán ociosos ni estériles en el verdadero conocimiento de nuestro Señor Jesucristo.»
Yo sé más de la Biblia que lo que sabía cuando estaba en la universidad. Pero a menos que mi conocimiento esté produciendo más amor a Dios y a los demás, a Él no le sirve para nada. —JAL