Los aguiluchos tenían hambre, y parecía que mamá y papá los ignoraban. El mayor de los tres decidió solucionar el problema picoteando una ramita, pero, aparentemente, no tenía mucho sabor, porque la dejó en seguida.
Lo que más me llamó la atención de ese pequeño drama, emitido por una cámara web desde el Jardín Botánico Norfolk, fue que un pescado grande yacía justo detrás de las aves, pero estas todavía no habían aprendido a alimentarse. Seguían dependiendo de sus padres, que cortaban la comida en trocitos y, después, les daban de comer. No obstante, en pocas semanas, les enseñarían a sus crías a alimentarse sin ayuda; una de sus primeras lecciones de supervivencia. Si los aguiluchos no desarrollan esta habilidad, nunca serán capaces de sobrevivir.
El autor de Hebreos habló de un problema similar en la esfera espiritual. Ciertas personas de la iglesia no estaban madurando espiritualmente; no habían aprendido a distinguir entre el bien y el mal (Hebreos 5:14). Como en el caso del aguilucho, no sabían qué diferencia había entre una ramita y un pez. Todavía necesitaban que otras personas les dieran de comer, cuando ya tendrían que haber estado alimentándose, no solo a ellas mismas, sino también a otros (v. 12).
Mientras que es bueno recibir alimento espiritual de parte de predicadores y maestros, el crecimiento y la supervivencia en la vida cristiana también dependen de saber alimentarnos solos.