La fiebre del oro en California, en 1848, dio origen a un grupo de buscadores de ese precioso metal, que pensaron que se habían vuelto ricos de la noche a la mañana, hasta que se enteraron de que existía una piedra brillante que luego se conoció como el oro de los tontos. Muchos vieron que sus sueños se desvanecían en el brillo metálico y el tono ámbar cobrizo de un mineral casi sin valor llamado pirita de hierro.
Esa desilusión encuentra paralelismos en la vida de todos nosotros. Tarde o temprano, aprendemos que «no es oro todo lo que brilla». Lo que parece una buena compra no es necesariamente una transacción ventajosa. Aquellos en quienes depositamos nuestras esperanzas nos rompen el corazón.
Necesitamos sabiduría, en muchos sentidos, para diferenciar entre un tesoro real y una réplica sin valor.
Hace mucho tiempo, un antiguo rey descubrió que adquirir sabiduría verdadera vale más que cualquier otra cosa que busquemos. Salomón escribió: «Bienaventurado el hombre que halla la sabiduría, y que obtiene la inteligencia; porque su ganancia es mejor que la ganancia de la plata, y sus frutos más que el oro fino. Más preciosa es que las piedras preciosas; y todo lo que puedes desear, no se puede comparar a ella» (Proverbios 3:13-15).
Pero Salomón también advierte a los potenciales cazadores de tesoros que una fiebre de sabiduría puede dejarnos con algo peor que el oro de los tontos. En su colección de proverbios agrega: «¿Has visto hombre sabio en su propia opinión? Más esperanza hay del necio que de él» (26:12).
Dicho de otra manera: «¿Conoces personas que creen que se las saben todas? Si no se despabilan, nunca llegarán a ser tan sabios como aquel que descubre lo tonto que fue».
Un escritor del Nuevo Testamento retoma el entusiasmo de Salomón por la sabiduría y su advertencia contundente. El autor, que se identifica como «Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo», coincide con Salomón al afirmar que la sabiduría proviene del Señor (Santiago 1:1, 5). Nos alienta a pedirla de todo corazón (1:5-6). Pero, después, también nos advierte de que tengamos cuidado con las réplicas sin valor (3:13-18).
Para asegurarse de que entendemos cómo probar y reconocer un tesoro que vale más que el oro, escribe: «Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía» (3:17).
En medio de conflictos, problemas y tentaciones reales que invaden nuestra vida, no podemos darnos el lujo de olvidar estas características distintivas. La sabiduría que vale más que cualquier otra cosa que pudiéramos desear es:
1. Pura. En la medida en que nuestra sabiduría proceda de Dios, no estará contaminada con las toxinas de la envidia y la ambición egoístas (Santiago 3:14-16). Captar su significado profundo tampoco nos hará vacilar sobre si deseamos la ayuda de Dios en los problemas y conflictos de nuestras vidas (1:5-7).
2. Pacífica. No consiste en el deseo de paz a cualquier precio. Como es una sabiduría arraigada en motivos puros, anhela transmitir a otros una armonía que brota del Padre. Al enfrentar conflictos que dividen a la familia de Cristo, Santiago procura una paz fundamentada en la verdad y el amor.
3. Amable. Para seguir describiendo una sabiduría que ama la paz, Santiago usa una palabra que implica mostrar cordialidad y paciencia hacia otros. Consiste en una fuerza bajo control que nos permite ser indulgentes con el prójimo. Es una indulgencia razonable, justa e imparcial que nos ayuda a mostrar nuestro amor y la buena voluntad de Cristo al enfrentar conflictos reales o potenciales.
4. Benigna. Teniendo en cuenta las condiciones y los calificativos anteriores, esto no implica rendirse al mal. Refleja la voluntad de dejar de lado nuestros derechos cuando hacerlo manifiesta la intensidad de nuestra preocupación por otros. Tal benignidad también nos da la oportunidad de demostrar con acciones que creemos que nuestro bienestar no se basa en ganar o en salirnos con la nuestra, sino en encomendarnos a Dios.
5. Llena de misericordia y buenos frutos. La sabiduría proveniente del cielo discierne, pero no juzga. Tampoco hace suposiciones faltas de sensibilidad como que los que sufren merecen ese dolor más que aquellos que son bendecidos con buenas circunstancias. Las actitudes que añaden el problema de perjudicar a otros reflejan una «sabiduría de abajo». La sabiduría de arriba procura aliviar su miseria.
6. Sin incertidumbre. La sabiduría sin valor nos enseña a halagar y a consentir a quienes tienen algo que ofrecernos. Nos hace ignorar y deshonrar a aquellos cuyos problemas podrían costarnos tiempo, dinero o esfuerzo. La verdadera sabiduría ve a todos como personas por las que Cristo murió.
7. Sin hipocresía. Ser sabios en nuestra propia opinión nos incita a ocultar motivaciones que evidencian nuestra verdadera naturaleza. La sabiduría de Dios nos permite ser genuinos y transparentes para amar y respetar a otros.
Padre celestial, ayúdanos a entender cómo este conocimiento puede evitar que seamos sabios en nuestra propia opinión. Muéstranos cómo usar estas apreciaciones no solo para confiar en lo que dijiste, sino también para encomendarnos a todo lo que puedes saber y hacer por nosotros. Sobre todo, ayúdanos a ver cómo esa sabiduría nos acarrea los beneficios infinitos y eternos de conocer a tu Hijo, «en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Colosenses 2:3).