Alfombras, lámparas, lavarropas y secarropas, incluso alimentos en los anaqueles… ¡todo estaba en venta! Un día, con mi esposo nos detuvimos en una casa donde se vendía toda clase de cosas. Quedamos pasmados ante la cantidad de artículos que había. Platos de todas clases cubrían la mesa del comedor; decoraciones navideñas llenaban el pasillo delantero; herramientas, autos de juguete, tableros de juegos de mesa y muñecas antiguas inundaban el garaje. Cuando nos fuimos, me pregunté si los dueños se mudarían, necesitarían desesperadamente dinero o se habrían muerto.
Eso me recordó las palabras de Eclesiastés: «… tal como viene el hombre, así se va» (5:16 NVI). Nacemos con las manos vacías y dejamos este mundo del mismo modo. Lo que compramos, organizamos y almacenamos sólo es nuestro durante un tiempo; y todo está en proceso de deterioro. Las polillas se comen nuestra ropa; incluso el oro y la plata pueden perder su valor (Santiago 5:2-3). A veces, las «riquezas […] se pierden en un mal negocio» (Eclesiastés 5:14 NVI) y nuestros hijos, después de que morimos, no llegan a disfrutar de lo que poseíamos.
Acaparar bienes aquí y ahora es insensato porque no podemos llevarnos nada al morir. Lo importante es tener una actitud correcta hacia lo que tenemos y sobre cómo usamos lo que Dios nos ha dado. Así estaremos acopiando nuestro tesoro en el lugar donde corresponde: el cielo.