Los adultos festejan cuando los niños aprenden a hacer algo por sí solos: vestirse, cepillarse los dientes, atarse los cordones de los zapatos, andar en bicicleta, ir caminando a la escuela.
Cuando somos grandes, nos gusta abrirnos camino solos, vivir en casa propia, decidir por nuestra cuenta, no depender de la ayuda de nadie. Si enfrentamos desafíos inesperados, buscamos libros de «autoayuda». Mientras tanto, de manera sistemática estamos bloqueando la actitud de corazón que a Dios más le agrada, y aislándonos, lo cual describe con mayor precisión nuestra verdadera condición en el universo. Es lo que Jesús les dijo a Sus discípulos: «… separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15:5).
La verdad es que vivimos dentro de una red de dependencia, en cuyo centro está Dios, quien sustenta todo. El teólogo noruego Ole Hallesby determinó que la palabra impotencia resume mejor que ninguna otra la actitud aceptable para Dios cuando oramos. Dijo: «Sólo aquel que es impotente puede de verdad orar».
La mayoría de los padres sienten una punzada cuando los hijos dejan de ser dependientes, a pesar de saber que el crecimiento es algo saludable y normal. Con Dios, las reglas cambian. Nunca dejamos de depender de Él, y si pensamos que lo hemos hecho, nos engañamos. La oración es nuestra declaración de dependencia del Señor.