Hace poco, estaba en un centro de compras repleto de gente y vi una mujer que se abría paso entre la multitud. Lo que me llamó la atención fue el mensaje en la camiseta que llevaba puesta, escrito con grandes letras mayúsculas: lo único que importa soy yo. Su proceder reafirmaba las palabras de su ropa.
Me temo que ella no es la única que piensa así. Hay tantos hombres y mujeres que expresan ese mensaje, que podría convertirse en el lema de nuestro mundo moderno. Sin embargo, para los seguidores de Cristo, esa afirmación es incorrecta. Nosotros no somos lo único que importa, sino Jesucristo y las demás personas.
Sin duda, el apóstol Pablo sentía el peso de esta realidad. Le preocupaba tanto que los compatriotas israelitas conocieran a Cristo, que dijo: «Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne» (Romanos 9:3). ¡Qué declaración tan maravillosa! Lejos de pensar que él era lo único importante, Pablo afirmaba que estaba dispuesto a entregar su eternidad para que ellos la obtuvieran.
La enseñanza del apóstol es un recordatorio vivificante del sacrificio personal en un mundo desafiante y destructivamente centrado en sí mismo. La pregunta que debemos hacernos es: ¿Lo único que importa soy yo? ¿O lo importante en nuestra vida es Jesucristo y la gente que Él vino a rescatar?
Piénsalo. ¿Qué es lo que te importa?