Podía escuchar la discusión que se llevaba a cabo en el patio. «Tienes que compartirlo conmigo» —decía la niña de 4 años.
«No, no tengo por qué hacerlo» —contestó su hermana de 6 años.
«Sí, sí tienes que hacerlo» —gritó la hermana menor. «No, no tengo que hacerlo» —dijo su posesiva hermana.
«¡Mamá dice que sí!» —replicó la hermana menor triunfalmente. Renuentemente, la hermana mayor entregó el disputado juguete. Su hermanita había sacado las armas poderosas. Al acudir a mamá, ganó la batalla. Ambas niñas reconocían la autoridad superior de la mamá.
Como seguidores de Jesucristo, nosotros también operamos bajo una autoridad más alta que la nuestra. Cuando nos encontramos a diario con incontables
decisiones, con fuerzas que nos halan desde todas las direcciones y con presiones para cambiar nuestras normas o creencias, estamos bajo la autoridad de Dios. Eso marca una gran diferencia en cómo vivimos.
Jesús enseñó y vivió con una autoridad a la que sus contemporáneos no estaban acostumbrados. Con la mirada diáfana y una voz de mando que proclamaba la verdad de Dios, hizo huir a los demonios y calmó los bravos mares. Su autoridad venía del Padre, a quien siguió en todo aspecto de su vida.
Nosotros vivimos bajo esa misma autoridad. En las encrucijadas de la vida, Dios
nos guía. En momentos de indecisión provee una clara dirección. Cuando se trata del bien y del mal, Él nos guía con la autoridad de su Palabra y de su Espíritu.
La autoridad de Dios puede ser de mucha ayuda para nosotros. Cuando algún
compañero de clases o algún enamorado trate de convencernos de hacer algo que sabemos está mal, podemos apelar a una autoridad superior. Podemos responder diciendo: «Puesto que soy un creyente en Jesucristo, yo no hago esas cosas.»
Es una estrategia contra la presión de grupo que siempre da resultado. —DE
R E F L E X I Ó N
■ ¿Estoy dispuesto a colocarme bajo la autoridad de Dios en todo aspecto de mi
vida?
■ ¿Me encuentro en alguna situación ahora mismo en la que necesite la ayuda
de la autoridad de Dios? ¿Voy a usarla?