Jason consiguió el tipo de trabajo con el que sueña todo egresado de la universidad. Cuando acababa de graduarse lo empleó una compañía manufacturera que empezó a crecer a pasos agigantados. Las responsabilidades y la paga de Jason crecieron junto con la compañía, y al poco tiempo estaba ganando un sueldo de seis cifras.
Como creyente en Cristo, Jason daba el 10% al Señor. Ese no era el problema. El problema era lo que estaba haciendo con el otro 90%.
Lo estaba gastando en los últimos y más costosos equipos atléticos, los mejores equipos de música y TV, más y más ropas caras, automóviles de clase y viajes
exóticos. Estaba consumiendo sus ingresos en sí mismo, y ahorrando poco. Su vida se centraba en satisfacer todos sus deseos.
Cuando un hermano cristiano le sugirió que tuviera cuidado con no volverse egoísta ni derrochador, se puso a la defensiva y se negó a escuchar. «Yo le doy a Dios el 10% —dijo con orgullo—. El resto es mío. Puedo hacer lo que quiera con mi dinero. Después de todo, me lo gané.»
Pero, ¿es eso lo que dice la Biblia? No. La Biblia nos enseña que Dios es dueño de todas las cosas —las bestias del campo y el ganado en mil collados— todo. Él nos
confía a nosotros parte de lo que posee y nos exhorta a ofrecerle otra parte.
¿Significa eso que el resto de lo que tenemos es nuestro? No. Es de Dios, porque viene de él. Y tenemos que rendirle tantas cuentas por lo que nos queda como por lo que le damos generosa y alegremente.
Cuando de dar se trate, no cometas el error que cometió Jason. Acepta la verdad de que no sólo eres responsable de dar al Señor, sino que también has de rendir cuentas de lo que queda. Después de todo, ¡eso también es suyo! —DE
R E F L E X I Ó N
■ ¿Me parece que después que doy mi ofrenda al Señor, el resto es mío y lo
puedo usar en lo que me plazca?
■ ¿Qué sentimientos me impiden admitir que todo lo que tengo pertenece a
Dios?
■ ¿Qué es lo que más me cuesta admitir que es de Dios? ¿Mi auto? ¿Mi equipo
de música? ¿Mi cuenta bancaria? ¿El dinero para esparcimiento? ¿Por qué?