¿Alguna vez soñaste que te caías de la cama o de un lugar muy alto y te despertaste del susto? Recuerdo que, cuando era niño, solía despertarme con una sensación tan aterradora como esa.
Una vez, escuché la historia de un hombre que, en cuanto se dormía, experimentaba esta sensación. Eso lo despertaba de una manera tan desagradable que temía volver a dormirse. Tenía miedo de morir, y se imaginaba que estaba cayendo en un pozo sin fondo.
Entonces, una tarde, mientras caminaba por un cementerio, vio esta frase grabada en una lápida:
ACÁ ABAJO LOS BRAZOS ETERNOS.
Esas palabras le hicieron recordar que, cuando los creyentes mueren, son llevados con cuidado por el Señor a su hogar en el cielo. Se acordó de la seguridad del salmista: «Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo» (Salmo 23:4).
El anteriormente temeroso hombre se dio cuenta de que en la vida y en la muerte —e incluso durante el sueño— los «brazos eternos» de nuestro amoroso Señor están allí para contenernos y abrazarnos. Esa noche pudo cantar lo que había aprendido en la niñez: «¡Enséñame a vivir de modo que mi temor a la tumba sea tan pequeño como el tamaño de mi cama!». Por fin, pudo dormirse sin miedo.