Según las Escrituras, el sacrificio fue instituido y aprobado por Dios. Pero cuando se abandonó la adoración al verdadero Dios, el sacrificio de sangre fue transformado en una forma de apaciguar, manipular y desviar mágicamente la ira de dioses imaginarios. El apóstol Pablo escribió:

Pues aunque conocían a Dios, no le honraron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se hicieron vanos en sus razonamientos y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se volvieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una imagen en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por consiguiente, Dios los entregó a la impureza en la lujuria de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos; porque cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos. Amén (Romanos 1:21-25)

Y así como ellos no tuvieron a bien reconocer a Dios, Dios los entregó a una mente depravada, para que hicieran las cosas que no convienen (Romanos 1:28).

(Véase el artículo “¿Por qué los antiguos paganos practicaban sacrificios de sangre?”)

El sacrificio fiel en la adoración del verdadero Dios fue restablecido en el tiempo del diluvio (Génesis 8:20-21) y confirmado cuando Dios estableció un convenio especial con un hombre de fe llamado Abraham.

Y el SEÑOR dijo a Abram: Vete de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendigan, y al que te maldiga, maldeciré. Y en ti serán benditas todas las familias de la tierra (Génesis 12:1-3).

La fe en la bondad y la gracia de Dios se convirtió en el puente entre las criaturas pecadoras y un Dios santo (Hebreos 11:6-19). Abraham demostró su fe genuina por medio de su radical obediencia. Él estaba dispuesto a ofrecer a su hijo amado, largamente esperado, como sacrificio a Dios (Génesis 22:1-3). Dios no disputó ni negó la indignidad humana, ni tampoco dejó implicado que la muerte no era el precio necesario de la expiación. Después de todo, era necesario que Abraham estuviera dispuesto a llevar a Isaac como sacrificio. Pero Dios no requirió que Isaac muriera. El mismo Dios proporcionó un sacrificio -un carnero (Génesis 22:12-13)- para que muriera en su lugar.

En la cima del monte Moriah (tradicionalmente identificado como el monte del templo en Jerusalén), Dios reveló su gracia y misericordia de una forma que, para Abraham y sus descendientes, claramente terminaba la práctica de sacrificios humanos. En la ley del Antiguo Testamento, Dios prohibió expresamente que el hombre derramara sangre humana en los sacrificios (Deuteronomio 18:9-12).

Puesto que a Dios se le conocía entonces como santo y misericordioso (véase “¿Se ilusionan en vano los cristianos cuando enseñan que Dios es un Padre celestial veraz y confiable?”), el sacrificio ya no tenía la motivación del temor supersticioso. Había de ser la expresión de un reconocimiento consciente de culpa,1 de pertenecer a Dios, y de desear ser restaurado a la comunión con Él.2

La ley del Antiguo Testamento (Levítico 16) introdujo el ritual de la expiación en el cual, la vida de un chivo era aceptada por Dios como sustituto simbólico por la vida de gente corrupta que era individual y corporativamente digna de muerte. Sin embargo, los sacrificios del Antiguo Testamento no eran en sí mismos suficientes para expiar el pecado. Eran suficientes sólo para señalar a la venida futura del Mesías, el cual moriría en expiación por los pecados del mundo. Hebreos 10:4 declara:

Porque es imposible que la sangre de toros y de machos cabríos quite los pecados.

Además, Hebreos 10:10-14 nos dice que “por una ofrenda Él ha hecho perfectos para siempre a los que son santificados”.

Uno de los principales propósitos de la ley del Antiguo Testamento era hacer consciente al pueblo de Israel de la gran brecha que hay entre su propia debilidad y corrupción, y las expectativas de un Dios santo (Romanos 5:12-20). Los sacrificios del Antiguo Testamento acostumbraron a los judíos a reconocer su culpa y su necesidad de la gracia y el perdón divinos. Pero fue sólo a través de la vida perfecta de Cristo y su muerte que se hizo la expiación real y permanente de los pecados de un mundo malo. Al entrar en su propio universo creado por Él y asumiendo la pena por el pecado, Su sufrimiento infinito ha expiado los males naturales y morales que fueron el resultado de la libertad que tienen Sus criaturas de pecar (Lucas 22:20; Juan 6:53; Romanos 3:25; 1 Corintios 10:16; Efesios 2:13; Hebreos 9:14; 1 Pedro 1:18-19). Jesucristo fue un sacrificio humano, pero no un sacrificio ofrecido a Dios por la humanidad caída. Él se ofreció a Sí mismo libremente como sacrificio de Dios a Dios por la humanidad3 (Juan 3:16; 11:27-33; Romanos 8:32; 1 Juan 4:9).

Escrito por: Dan Vander Lugt


  1. A diferencia de los sacrificios de los paganos, los sacrificios del Antiguo Testamento tenían que ofrecerse en un espíritu de humildad y arrepentimiento (Números 15:22-31; Isaías 66:1-4; Amós 5:21-24). No era suficiente que se hicieran sencillamente como un medio mágico de apaciguamiento.
  2. “El objeto del sacrificio es establecer una relación moral entre el hombre como ser personal, y Dios el Espíritu absoluto, y eliminar la separación entre Dios y el hombre que ha sido causada por el pecado. Ahora bien, puesto que la personalidad libre es el suelo de donde ha surgido el pecado, así debe la expiación ser también una obra arraigada en la personalidad libre. Fuera de la esfera de la libertad moral, el animal se puede considerar inocente en el verdadero sentido de la palabra, y tener así una justicia que podría formar una satisfacción adecuada para el pecado y la culpa del hombre” (New Unger’s Bible Dictionary, p. 1100).
  3. “¿Quién hace la propiciación? En un contexto pagano, siempre son los seres humanos los que tratan de desviar la ira divina, ya sea por medio de una realización meticulosa de rituales, o recitando una fórmula mágica, u ofreciendo sacrificios (vegetal, animal e incluso humano). Se piensa que dichas prácticas aplacan a la deidad ofendida. Pero el evangelio comienza con la afirmación abierta de que no hay nada que podamos hacer, decir, ofrecer ni contribuir para compensar por nuestros pecados o evitar la ira de Dios. No hay posibilidad de persuadir, lisonjear ni sobornar a Dios para que nos perdone, pues lo único que merecemos de su mano es juicio. Tampoco, como hemos visto, ha prevalecido Cristo por su sacrificio sobre Dios para perdonarnos. No, la iniciativa fue tomada por el mismo Dios, por pura misericordia y gracia” (John Stott, The Atonement).