Cuando Jesús se convirtió en miembro de la familia humana por medio de su encarnación, voluntariamente se “despojó” de su gloria como Dios. En Filipenses 2:5-11, Pablo describe el autodespojo de Cristo de una manera hermosa. Para poder ser nuestro representante, Jesucristo renunció al ejercicio independiente de su omnisciencia, omnipotencia y omnipresencia. Cuando quiso ejercer su divino poder lo hizo por mediación del Espíritu Santo.

Desde que fue ungido por el Espíritu Santo (Mateo 3:16), Jesús se entregó totalmente a la voluntad de su Padre, voluntad que le reveló el Espíritu Santo. Hizo sus milagros en el poder del Espíritu Santo, no en el suyo propio. Por ejemplo, en Mateo 12:28 Jesús habló de echar fuera demonios “por el Espíritu de Dios”.

El hecho de que Jesús muriera en la cruz no está en conflicto con la verdad de su deidad. Si la muerte fuera el cese de la existencia sí estaría, pero desde su nacimiento como un bebé indefenso en Belén, Jesucristo nunca ha dejado de existir como Dios ni como hombre. La muerte, como se define en la Biblia, es separación. La muerte física es la separación del alma/espíritu del cuerpo. La muerte espiritual es la separación de Dios.

Jesús experimentó la separación de Dios durante las tres horas de oscuridad que pasó en la cruz. Al hacerlo sufrió los tormentos del infierno. Esto hizo que sus labios dijeran: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Luego, al darse cuenta de que había vaciado la copa de ira de su Padre contra los pecados de la humanidad, declaró: “Consumado es” y “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Todo esto lo hizo como hombre. Sin embargo, todo ese tiempo siguió siendo Dios plenamente (deidad). Su deidad dio a su muerte por nosotros el infinito valor que tiene.

Aunque no podemos entender completamente el misterio de la persona divina y humana de Cristo, necesitamos reconocer obedientemente que las Escrituras lo declaran pleno Dios y pleno hombre.