Es una tendencia natural evitar todo lo que nos sea incómodo. Muchos cristianos se ponen tensos en situaciones donde surgen sentimientos de ira. Probablemente todos hayamos sido testigos de la ira volcánica que hace erupción en algún cliente descontento en la fila para pagar en la caja del supermercado. Todos alrededor salen «chamuscados» por el calor de la furia dirigida hacia el cajero ofensor. Se alejan como pueden con tal de poner distancia entre ellos y la iracunda erupción.
Evitar toda ira es como apagar la electricidad en nuestra casa para evitar las posibilidades de electrocutarnos. Si bien la represión de la ira funciona para mantenernos a salvo, también significa que hay menos capacidad emocional para disfrutar profundamente de la vida, o para tender la mano y ayudar a los demás.
Si bien el evitar es una respuesta saludable a la ira destructiva, a menudo los cristianos tratan de evitar cualquier expresión de ira a toda costa. Se asume que si evitamos toda ira, entonces al menos no seremos culpables de sentir ira pecaminosa. Sin embargo, ese pensamiento del tipo «todo o nada» refleja un rechazo a luchar con honestidad con los problemas complejos de la vida que pretenden dirigir nuestra atención a Dios, quien está enfadado justamente por el pecado. Dios nos llama a ser como Él en este mundo (1 Juan 4:17). Y eso significa que debemos aprender a manejar bien la ira, no a evitarla.
Existen al menos cuatro razones básicas por las que los cristianos evitan las expresiones de ira.
En primer lugar, algunos evitan las expresiones de ira por el temor a repetir los abusos del pasado. Todos hemos sido testigos de la ira destructiva. A muchos les persiguen los recuerdos de la ira que destruyó relaciones e hirió corazones. Muchos crecieron en hogares destruidos por padres que a menudo recurrían a explosiones de ira o amenazas para aplastar cualquier oposición a sus planes u opiniones. La ira ha alimentado todo tipo de abusos. Ha sido un componente devastador en la epidemia de hogares rotos que ensucian el paisaje de la sociedad moderna.
Si bien las cicatrices pasadas nos recuerdan las heridas que la ira de alguien infligió contra nosotros, también lamentamos nuestro propio uso pecaminoso de la ira. Debido a esos recuerdos dolorosos, muchos han jurado evitar a toda costa cualquier expresión de ira por el temor de volver a caer en los mismos patrones destructivos del pasado.
Sin embargo, el ser controlado por el temor a repetir el pasado tiende a reprimir nuestra capacidad de vivir audazmente en el presente. El valor es lo que le da poder a la acción en medio del temor y la incertidumbre. Una persona que carece de valor está a menudo a la defensiva y más comprometida con su autoprotección que con combatir con amor. Su razonamiento es: «Si no me enfado contigo, tú no puedes enfadarte conmigo. Olvidaremos el pasado y haremos como que todo va bien.»
En segundo lugar, puede que evitemos la ira porque tememos las emociones fuertes: la pasión. La expresión de ira es una respuesta apasionada. Debido a que somos personas que luchamos por el control, tememos cualquier cosa que sea tan apasionada que parezca desafiar al control. Nos sentimos más seguros y a salvo cuando todo está (o al menos parece estar) bajo control. Para muchos cristianos, expresar ira representa una pérdida del control, y esa es la razón por la que debe evitarse. El razonamiento va así: «Le temo a mi ira. He herido a otros con mi ira. Ellos me han herido en su ira. La ira es demasiado volátil. No puedo controlarla, así que debo evitarla. Si evito toda clase de ira, no cometeré el error de hacer mal uso de ella.»
Evitar la ira por temor a perder el control revela un compromiso fundamental a hacer las cosas bien y a no comportarse de una manera que pueda criticarse. Sin embargo, es presuntuoso asumir que cualquiera puede siempre manejar la ira correctamente. Lo engañoso de nuestros corazones (Jeremías 17:9) nos recuerda que estamos totalmente envueltos en nuestros propios motivos egoístas, y que no podemos escapar de ellos más de lo que podemos escapar de la fuerza gravitacional de la tierra.
Nuestro temor a las emociones fuertes nos mete en un aprieto porque, aunque las tememos, también nos atraen. Exigimos previsión pero pronto nos aburrimos de ella. Anhelamos una vida intensa, pero a fin de disfrutarla, debemos estar dispuestos a ceder nuestro control de las relaciones. Las emociones como la ira que pueden explotar fuera de control son a menudo demasiado amenazantes para que nos arriesguemos a expresarlas, así que tendemos a evitarlas y a conformarnos con una previsión desapasionada. Al hacerlo, ponemos graves obstáculos a nuestra capacidad de responder de una manera saludable con toda la gama de emociones que Dios nos ha dado.
En tercer lugar, algunas veces evitamos la ira porque no hemos aprendido a enfadarnos con las cosas con las que Dios se enfada. Muchos cristianos crecieron en hogares donde rara vez se observaba una ira saludable. Toda ira era vilipendiada y vista como un pecado que tenía que confesarse y evitarse. Se nos enseñó que cualquier muestra de ira estaba mal, que no «debíamos tener esos sentimientos». El mensaje, ya sea que se expresara verbalmente o se observara, era claro: la ira es algo inaceptable e intolerable. La amenaza de pérdida de relaciones debido a nuestra ira servía para «mantenernos en línea».
Al evitar toda clase de ira, puede que algunos cristianos crean que están honrando a Dios, cuando de hecho no están obedeciendo Su mandamiento de enfadarse pero sin pecar (Efesios 4:26). La ira y el pecado no son sinónimos. Si bien gran parte de nuestra ira es interesada y pecaminosa, el texto hace una clara presunción de que una expresión de ira que sirva a los propósitos de Dios no es pecado.
Si reconocemos en nosotros la tendencia a negarnos a enfadarnos por cualquier cosa, debemos hacernos una pregunta dolorosa: ¿Hemos perdido nuestro sentido de profunda convicción acerca de la verdad? Dios usa palabras duras contra aquellos que afirman conocerlo y que están comprometidos con una mediocridad sin pasión (Apocalipsis 3:16).
En cuarto lugar, los cristianos evitan la ira por temer que se les caracterice como personas iracundas. Debido a que a menudo los medios de comunicación describen a los cristianos como iracundos e intolerantes, tendemos a rehuir incluso las muestras saludables de enfado. En una era en donde la tolerancia se anuncia como la norma suprema de «estar de acuerdo para llevarse bien», estar en contra de algo o de alguien, incluso por buenas razones, atrae una multitud de críticas. Incluso en la comunidad cristiana, la ira se ve más como un vicio que debe evitarse que como una virtud que debe cultivarse. Identificarse audazmente con Dios, significa que también debemos estar dispuestos a estar en contra de algo (Romanos 12:9) y expresar ira contra algo puede ser contracultural.
Debemos admitir que los cristianos manejamos mal la ira. A menudo somos culpables de enfadarnos más con el pecado de alguien que con el nuestro. Sin embargo, la cura no es ignorar cualquiera de éstos. Tal y como Jesús nos enseñó, necesitamos lidiar con la viga que sobresale de nuestro ojo antes de ayudar (no condenar) a nuestro prójimo con la paja que está nublándole la vista (Mateo 7:3-5; Lucas 6:41-42). Los intentos de evitar toda ira simplemente la empujan a la clandestinidad. Mientras todo parece agradable en la superficie, lo que está debajo estará constantemente hirviendo a fuego lento y finalmente estallará en otras áreas de nuestra vida. Puede que lo disfracemos con palabras tales como «frustración» o «tensión», pero en resumidas cuentas: la ira no reconocida se está haciendo sentir.
Escrito por: Tim Jackson